
Cuando la selección musical del garito empieza a degenerar de la mano de los lunies, la peña se pira y las luces se encienden, la borrachera se te baja a los pies ipso facto y reparas (ya era hora, guapa) en el elemento con el que llevas media hora manteniendo la que, hasta el momento, te parecía la conversación más interesante del mundo. En este descenso a los infiernos, aparecen dientes amarillentos en una antaño sonrisa encantadora, granos y cirrosis en su carita graciosa, una calvicie incipiente en la que apenas habías reparado y lo que te parecían abdominales resultan ser costillas porque el colega está más delgado que un habitante de Dubrovnik en los 90.
Y haciendo un inciso, digo yo que los tíos podrían hacer lo mismo que hacen en los outlets, dónde te marcan las taras de la ropa con una pegatina. Esta estrategia es perfecta, por que dónde tú esperas encontrar un boquete como el cráter del Krakatoa sólo hay un agujerito fácilmente reparable. De esta manera te irías con el más feo y asqueroso del lugar, igual que te vas a casa más contenta que unas pascuas con tu jersey agujereado, tu pantalón descosido hasta media pernera y un vestido con la cremallera colgando. Todo defectuoso pero enmendable. Chicos ¡haceros un favor y bajad ahora mismo a la papelería a por un paquete de puntitos rojos adhesivos!
Pero volvamos al momento salida al exterior. Si en ese punto clave tu criterio titubea, ya no hay invitación a chocolate con churros ni a bocata de tortilla que te convenza de que el (pobre) individuo merezca uno sólo de tus besos. Así que dilema al canto: o desapareces a la francesa o le das un rato más de conversación para que se crea la excusa que luego le pondrás de que estás destrozada y mañana quedáis o cierras los ojos y que sea lo que dios quiera. Cada una que se quite las bragas e intercambie fluidos con quien quiera, pero desde aquí desaconsejamos insistentemente la última opción por los posibles daños a la autoestima que pueda ocasionar.
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